Resulta muy habitual en nuestros días, e históricamente se repite al parecer –aunque vete tú a saber -, la insana actitud de pelearnos entre nosotros y de intentar imponer nuestros criterios a cualquiera, sin escuchar, sin tener en cuenta más que el beneficio personal o particular nuestro. Algo así como vivir haciendo o actuando al más puro estilo libre, aunque eso signifique considerar como inferiores las necesidades o deseos de los demás.
El problema de vivir según el dictado de los cojones, y que se me perdone la explicitud, es que son los cojones, y no precisamente los nuestros, los que han gobernado siempre el mundo, llevándonos a guerras, diferencias, exclusión, egoísmo, pobreza y avaricia. Y son esos mismos […] los que, mediante un constante ejercicio de vulgares y pobres argumentos de autoridad y de supremacía del poderoso sobre el vasallo, del fuerte sobre el débil, han puesto los puntos y aparte cuando tuvo que haber alguien que continuara la frase.
El problema que –y atentos porque esto es una bomba anatómica, que no atómica- traen de la mano los cojones, y vuelvo a pedir perdón si algún colectivo se siente discriminado o apartado en algún momento, es que los cojones nunca son dos, sino millones. Y seguir, como religión o con veneración y único principio, a esos cojones implica aceptar que siempre, siempre, siempre va a haber unos cojones más grandes que los nuestros. No parece que sea una buena apuesta.
A mí también se me apetece hacer y decir siempre lo que quiero, pero ese ambiente de libertad sin miramientos, del derecho propio como santo y seña, de no mirar hacia el lado aunque el que es igual se caiga, de pasar por la vida con el yo en la boca, de no aceptar el mundo como un lugar para compartir en vez de para imponer, no me va. Y perdónenme que les diga, pero no me sale de los cojones poner mis cojones encima de la mesa antes de hablar.