jueves, 18 de octubre de 2012

Urdangarín


La calma reinaba (¡Qué irónico!) sobre el chalet a las afueras de Barcelona que el señor Don Iñaki y su esposa, Cristina -Cristinita o “La Cris” para sus más allegados (no diré amigos porque ya se sabe que esta gente no tiene amigos)-, tenían desde hacía unos años.

Qué bonita época. Los pajarillos revoltosos se posaban sobre las copas de los árboles, había un colorido arcoíris cada día, los conejillos silvestres jugueteaban, el aire puro inundaba la parcela, olía a rosas, llovía miel… una estampa de verdadero ensueño. Así lo contaba el señor Don Iñaki, pero ya se sabe que la sinceridad no ha sido nunca su punto fuerte.

En realidad… seguro que algún día llovió algo que no era miel, aunque eso no suponía ningún problema. A Don Iñaki lo que más le molestaba de todo era el viento: esa ventolera huracanada que se levanta por igual en las calles de los pobres y de los ricos y que jode a todo bicho viviente de la misma manera. En cualquier caso, se vivía bien. Además hizo buen tiempo, según dicen. A Don Iñaki le encantaba el buen tiempo. El buen tiempo… ¡y los gambones!, se apresuraba a aclarar siempre entre sonoras risas.

 En cierta ocasión, tras una breve sobremesa, el señor Don Iñaki tuvo que llevar a varios de sus hijos a su escuela de pago para que pudieran asistir a la preparación de la obra de teatro que representarían al final de la tarde, actividad extraescolar a la que estaban apuntados.

Eran cuatro niños, de los cuales no conocía el nombre (algo comprensible, por otro lado), así que los llamaba Pepito –o Pepita, dependiendo del género, y estableciendo ya desde entonces diferencias sexuales claves en la educación- y Segundo, o Segundín (nombre clásico de este país). Los chavales no se molestaban en absoluto. Si se torcía la conversación hacia derroteros más violentos (lo cual no es para nada habitual, porque es conocido por todos que estos mozos han recibido una buena educación), el señor Don Iñaki les decía que estuviesen calladitos, y si no hacían caso les pegaba a los cuatro –sin distinción- una somanta de tortazos que les dejaba tranquilos, con leves heridas, pero aseguraba silencio.

El señor Urdangarín dejó a sus vástagos en la puerta del colegio de pago con cierta prisa y, una vez se hubieron apeado, dijo al mayor que tenía  que ir a hacer unos recados. Los chicos entraron y él marchó en su coche de gama alta.

Y aunque la sinceridad, como digo, no era su característica más reseñable, no le faltaba razón en cuanto a que tenía que “hacer recados”, pero no especificó la naturaleza de los mismos: que era ni más ni menos que destruir archivos y documentos comprometidos, algo común por aquel entonces en la empresa del señor Don Iñaki. Era algo que le cansaba más que el pádel. Y eso que el pádel, decía Don Iñaki, es deporte de alto rendimiento. Esto era mentira también, pero insisto en que contar verdades no era la prioridad de Don Iñaki.

Cuando terminó su labor se dirigió a su palacete (que, lejos de su acepción original, es como se llaman ahora los chalets enormes comprados con dinero público) donde le esperaba “La Cris”, vestida de gala, y lista (porque en esta historia son todos muy listos) para ir a la gran obra que sus hijos interpretaban en el salón de actos de la escuela de pago.

Don Iñaki tenía la costumbre de no andar demasiado desde el coche hasta el sitio donde tuviera que ir, así que como estaban todos los huecos ocupados, se apresuró a aparcar en el reservado para minusválidos –lo que le costó una disputa con un minusválido de verdad- y salió del coche haciéndose el cojo ante la atónita mirada del resto de padres. Cristinita, abochornada, se tapaba la cara con la mano. La desfachatez de Don Iñaki era palpable en cada acto, su comportamiento era deleznable en todo momento salvo en contadas ocasiones. Siguió cojeando (de manera manifiestamente falsa y forzada) hasta llegar a la puerta del colegio.

Antes de comenzar la función, Iñaki empezó a echar pestes de aquel colegio y a mostrar su aburrimiento con comentarios a viva voz que trataban de ser jocosos pero no pasaban de una rotunda y barriobajera obscenidad que le era inherente.

Aburrido y cansado de destruir pruebas, se levantó de su butaca y dijo a su esposa que iba a investigar (a curiosear) por la zona. Se introdujo entre bastidores y llegó al escenario. En medio, un cubo de caramelos recogidos en la cabalgata que formaban parte del guión de la actuación: los niños tenían que tirarlos al público al final de la obra. ¿Adivinan qué pasó cuando Don Iñaki se encontró con tan sugerente premio? Está claro. Quiso coger un par de ellos y cuando se dio cuenta tenía sus varios bolsillos repletos de docenas de caramelos.

Total, que al final, como en los chistes, se abrió el telón y apareció Urdangarín llenándose los bolsillos de caramelos de propaganda.

La vergüenza sufrida en aquel instante no le hizo replantearse ni un ápice su conducta y más tarde volvería a caer en tentaciones similares. Y como el buen tiempo no se puede comprar… todo sea porque no falten gambones.

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