La calma
reinaba (¡Qué irónico!) sobre el chalet a las afueras de Barcelona que el señor
Don Iñaki y su esposa, Cristina -Cristinita o “La Cris” para sus más allegados
(no diré amigos porque ya se sabe que esta gente no tiene amigos)-, tenían
desde hacía unos años.
Qué bonita
época. Los pajarillos revoltosos se posaban sobre las copas de los árboles,
había un colorido arcoíris cada día, los conejillos silvestres jugueteaban, el
aire puro inundaba la parcela, olía a rosas, llovía miel… una estampa de
verdadero ensueño. Así lo contaba el señor Don Iñaki, pero ya se sabe que la
sinceridad no ha sido nunca su punto fuerte.
En realidad… seguro
que algún día llovió algo que no era miel, aunque eso no suponía ningún
problema. A Don Iñaki lo que más le molestaba de todo era el viento: esa
ventolera huracanada que se levanta por igual en las calles de los pobres y de
los ricos y que jode a todo bicho viviente de la misma manera. En cualquier
caso, se vivía bien. Además hizo buen tiempo, según dicen. A Don Iñaki le
encantaba el buen tiempo. El buen tiempo… ¡y los gambones!, se apresuraba a
aclarar siempre entre sonoras risas.
En cierta ocasión, tras una breve sobremesa, el
señor Don Iñaki tuvo que llevar a varios de sus hijos a su escuela de pago para
que pudieran asistir a la preparación de la obra de teatro que representarían
al final de la tarde, actividad extraescolar a la que estaban apuntados.
Eran cuatro
niños, de los cuales no conocía el nombre (algo comprensible, por otro lado),
así que los llamaba Pepito –o Pepita, dependiendo del género, y estableciendo
ya desde entonces diferencias sexuales claves en la educación- y Segundo, o
Segundín (nombre clásico de este país). Los chavales no se molestaban en
absoluto. Si se torcía la conversación hacia derroteros más violentos (lo cual
no es para nada habitual, porque es conocido por todos que estos mozos han
recibido una buena educación), el señor Don Iñaki les decía que estuviesen
calladitos, y si no hacían caso les pegaba a los cuatro –sin distinción- una
somanta de tortazos que les dejaba tranquilos, con leves heridas, pero
aseguraba silencio.
El señor
Urdangarín dejó a sus vástagos en la puerta del colegio de pago con cierta
prisa y, una vez se hubieron apeado, dijo al mayor que tenía que ir a hacer unos recados. Los chicos
entraron y él marchó en su coche de gama alta.
Y aunque la
sinceridad, como digo, no era su característica más reseñable, no le faltaba
razón en cuanto a que tenía que “hacer recados”, pero no especificó la
naturaleza de los mismos: que era ni más ni menos que destruir archivos y
documentos comprometidos, algo común por aquel entonces en la empresa del señor
Don Iñaki. Era algo que le cansaba más que el pádel. Y eso que el pádel, decía
Don Iñaki, es deporte de alto rendimiento. Esto era mentira también, pero
insisto en que contar verdades no era la prioridad de Don Iñaki.
Cuando terminó
su labor se dirigió a su palacete
(que, lejos de su acepción original, es como se llaman ahora los chalets
enormes comprados con dinero público) donde le esperaba “La Cris”, vestida de
gala, y lista (porque en esta historia son todos muy listos) para ir a la gran
obra que sus hijos interpretaban en el salón de actos de la escuela de pago.
Don Iñaki
tenía la costumbre de no andar demasiado desde el coche hasta el sitio donde
tuviera que ir, así que como estaban todos los huecos ocupados, se apresuró a
aparcar en el reservado para minusválidos –lo que le costó una disputa con un
minusválido de verdad- y salió del coche haciéndose el cojo ante la atónita
mirada del resto de padres. Cristinita, abochornada, se tapaba la cara con la
mano. La desfachatez de Don Iñaki era palpable en cada acto, su comportamiento
era deleznable en todo momento salvo en contadas ocasiones. Siguió cojeando (de
manera manifiestamente falsa y forzada) hasta llegar a la puerta del colegio.
Antes de
comenzar la función, Iñaki empezó a echar pestes de aquel colegio y a mostrar
su aburrimiento con comentarios a viva voz que trataban de ser jocosos pero no
pasaban de una rotunda y barriobajera
obscenidad que le era inherente.
Aburrido y
cansado de destruir pruebas, se levantó de su butaca y dijo a su esposa que iba
a investigar (a curiosear) por la zona. Se introdujo entre bastidores y llegó
al escenario. En medio, un cubo de caramelos recogidos en la cabalgata que
formaban parte del guión de la actuación: los niños tenían que tirarlos al
público al final de la obra. ¿Adivinan qué pasó cuando Don Iñaki se encontró
con tan sugerente premio? Está claro. Quiso coger un par de ellos y cuando se
dio cuenta tenía sus varios bolsillos repletos de docenas de caramelos.
Total, que al
final, como en los chistes, se abrió el telón y apareció Urdangarín llenándose
los bolsillos de caramelos de propaganda.
La vergüenza
sufrida en aquel instante no le hizo replantearse ni un ápice su conducta y más
tarde volvería a caer en tentaciones similares. Y como el buen tiempo no se
puede comprar… todo sea porque no falten gambones.
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